por Paz Olivares
No es verdad lo que decía el poeta sevillano, lo de «qué solos se quedan los muertos.» Es mentira. Cuando muere un padre los que nos quedamos solos somos los vivos. Solos frente a la pérdida de la memoria. Y claro que los recuerdos de la infancia eran ya irrecuperables antes. Claro que la imagen del padre joven hacía tiempo que ya formaba parte del pasado, pero había una presencia que certificaba esa memoria. Es como cuando uno mira a la pareja con la que lleva conviviendo treinta años: Nada queda del que te enamoraste hace tanto, pero continúas a su lado con la esperanza de reencontrarle en algún gesto. Es la prueba viva de que lo que sentiste una vez fue real. La presencia del padre funda la primera memoria, los primeros pasos de una existencia que no se cuestiona. De ahí que la muerte del padre mueva el suelo bajo nuestros pies.